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miércoles, 21 de abril de 2010

La Caza Sutil, Julio Ramón Ribeyro




La Caza Sutil; Ed. Milla Batres 1975; primera edición; Ensayos – Crónicas; Julio Ramón Ribeyro, Perú.


El autor en la contra tapa nos anuncia:
“Ernest Junger emplea repetidas veces en su Diario la expresión Caza Sutil, refiriéndose así a su actividad favorita, la caza de insectos. Distingue así esta actividad de la caza mayor, que requiere más esfuerzo, mejor equipo, superior preparación.”
Los 21 textos encontrados aquí van desde la crítica literaria, pasando por las crónicas y llegando a sus reflexiones sobre hechos que merecieron la atención del autor en su debido momento, siempre elaborado con la fineza que lo caracteriza. Son textos que fueron publicados en diarios y/o revistas a mitad del siglo anterior, algunos muy sabrosos como el que transcribo aquí, “El Amor a los Libros”:

“Alfredo Gonzáles Prada cuenta que su padre, don Manuel, sentía por los libros un respeto casi religioso, al extremo que era incapaz de subrayarlos o de trazar notas marginales. Se contentaba con redactar largas tiras de comentarios que añadía cuidadosamente al final de cada libro leído. Todo ello indica que don Manuel no amaba a los libros, sino que era un “respetuoso” lector.
En realidad existe un amor físico a los libros muy indiferente al amor intelectual por la lectura. Por lo general el gran lector no ama a los libros, así como el don Juan no ama a las mujeres. El gran lector coge los libros conforme caen en sus manos, los usa y los olvida. El amante de los libros, en cambio, los ama en sí mismos como cuerpos independientes y vivos, como conjunto de páginas impresas que es necesario no solamente leer, sino palpar, alinear en un estante, incorporar al patrimonio material con el mismo derecho que al bagaje del espíritu. El amante de los libros no aspira solamente a la lectura sino a la propiedad. Y esta propiedad necesita observar todas las solemnidades, cumplir todos los ritos que la hagan incontestable.
El amor a los libros se patentiza en el momento mismo de su adquisición. El verdadero amante de los libros no tolera que el expendedor se los envuelva. Necesita llevarlos desnudos en sus manos, irlos hojeando en su camino; meter los pies en un charco de agua, sufrir todos los transtornos de un primer encantamiento. Llegando a su casa, lo primero que hará será grabar en la página inicial su nombre y la fecha del suceso, porque para él toda adquisición es una peripecia que luego será necesario conmemorar. Con el tiempo dirá: “Hace tantos años y tantos días que compré este libro”, como se dice: “Hace tanto tiempo que conocí a esta mujer”.
Cumplido este requisito, el amante de los libros, cogerá el primer objeto que encuentre a su disposición – sea regla, tarjeta, u hoja de afeitar – y comenzará a cortar las páginas del libro y lo irá leyendo progresivamente con vehemencia, con sobresalto; como se ama a una novia conforme se la va descubriendo. Y durante el proceso de la lectura no resistirá ninguna tentación. Lo cubrirá de caricias y de rasguños. Las páginas se irán cubriendo de “ojos” admirados, de objeciones marginales a sus ideas atrevidas, de interrogaciones a sus párrafos oscuros. Y solamente así – después de haberlo hecho viajar en tranvía, después de haberse introducido con él a la cama – podrá decir que ha leído ese libro, que lo ha poseído, que lo ha amado.
Es por este motivo que el amante de los libros es intolerante con los libros ajenos. Leer un libro ajeno es como leer un libro a medias. Si el libro es nuevo el lector necesitará observar cierta cortesía – forrarlo, probablemente – necesitará, además, ser condescendiente con sus ideas, aceptar políticamente algunos puntos discutibles, combatir de continuo sus impulsos voraces y contentarse, por último, a dar aquí y allá un ligero toquecito a fin de no hacer ostensible, a ojos del propietario ese abuso de confianza. Si el libro prestado es viejo y releído la situación cambia radicalmente. El lector se enfrentará a él con la animosidad, con el escepticismo de quien se apresta a recorrer una floresta ya explorada, de la cual se ha recogido sus más sabrosos frutos. Cuando más, se limitará a descubrir algún rincón oculto que pasó inadvertido al propietario y en el cual pondrá el regocijo de un verdadero hallazgo.
Por esta misma razón el amante de los libros no puede frecuentar las bibliotecas públicas. El acto le parecerá tan humillante y pernicioso como visitar las casas de tolerancia. Los libros puestos a disposición de la comunidad son libros indiferentes, son libros fríos con los cuales no nace un acto de verdadero amor, no se crea una relación de confianza. Frente a ellos, solamente, podrá a veces practicarse algún acto de brutalidad, como arrancar una de sus páginas. Hay gente, sin embargo, que sólo lee en las bibliotecas públicas, y esto revela, en el fondo, una profunda incapacidad para amar.
Un libro leído y amado es un bien irremplazable. Al gran lector no le pesará perder o regalar algún libro suyo podrá adquirir otro idéntico. Para el verdadero lector no existen libros idénticos, por semejantes que sean. Cada libro es para él una amistad con todas sus grandezas y sus miserias, sus disputas y sus reconciliaciones, sus diálogos y sus silencios. Al releer estos libros – el amante es sobretodo un relector – irá reconociendo sus horas perdidas, sus viejos entusiasmos, sus dudas inútiles. Un libro amado es un fragmento de la vida. Perdido el libro queda un vacío en la memoria que nada podrá remplazar. Los verdaderos amantes de los libros inscriben su vida en ellos. Se podría adivinar el carácter de una persona, se podría incluso trazar su biografía, examinando no sólo qué libros ha leído, sino cómo los ha leído.
El amor a los libros, como toda pasión violenta, está sujeto a una serie de arbitrariedades. A menudo, por atención al formato, se es injusto con el contenido. Es frecuente tener a nuestra disposición durante muchos meses un libro sin que nos dignemos a abrirlo porque su encuadernación nos produce una viva antipatía. Un amigo me confesaba que durante mucho tiempo Stendhal le pareció un mal escritor porque la edición de “Rojo y Negro” que tenía era una edición vulgar, mal vestida, plena de errores tipográficos. Pero le bastó ver la misma novela en una bella vitrina, ataviada no se sabe para qué feria, para que de inmediato cobrara por ella una simpatía irresistible. La consiguió, naturalmente, y hasta la fecha – la novela – no la ha quitado de su cabecera.
Esto no quiere decir que el amante de los libros se deje seducir por el lujo. Para él una edición áspera al tacto, una edición plebeya será tan inadmisible como una en papel Holanda. Hay libros que por su insolente belleza intimidan: su forro de piel, el oro que recarga su superficie nos indican de inmediato que debe tratarse de un libro caro, de un libro incómodo y difícil de usar, al cual no podremos, por ejemplo, poner en la mesa de un restaurante sin que corra el peligro de mancharse. Despertaría, además, la codicia de nuestros amigos, y no faltaría alguno que lo pidiera prestado por una noche y no lo devolvería jamás.
Un libro, para ser amado, necesita poseer otras y más delicadas cualidades. Necesita en realidad, un mínimo de decoro, de gusto, de misterio, de proporción; en suma aquellas cualidades que podemos exigir, discretamente, en una mujer. Por esta razón es que entre las mujeres y los libros existen tantas secretas correspondencias. Hay libros que terminan su vida solitarios, que jamás encuentran un lector. Hay lectores que jamás encuentran su libro.”

Diario “El Comercio”, Lima, 14 de julio de 1957.




Al leerlo sonreía, identificado con algunas situaciones indicadas en esas líneas, como el de sellar algunos libros cuando empecé a leer, o de olerlo al sacarlo de la bolsita transparente que lo protegía al hacerme de algunos en el Jr. Quilca en el centro de Lima. Hasta ahora tengo la costumbre de llevar un lápiz conmigo y encerrar en un círculo las palabras que desconozco, sobretodo si es un libro en portugués, últimamente, y correr a la computadora. Confieso que ahora es más fácil: abrir la web de un diccionario es más rápido que ir a sacar un tomo de la RAE y buscar la página adecuada con la definición de la palabra procurada.
El libro comienza con el texto “En Torno a los Diarios Íntimos” que de anacrónico no tiene nada en nuestros días, y podría muy bien adaptarse a lo que ahora son los blogs.

“El primer elemento propio de todo diario íntimo es la cotidianidad, entendiendo este término en una acepción un poco elástica, como una suerte de periodicidad en las anotaciones. Es raro encontrar un diario íntimo llevado rigurosamente día a día. Con excepción de los diaristas que podrían llamarse profesionales, aquellos para quienes el diario es la única o la más importante de sus obras, la mayoría lo lleva en forma irregular, de acuerdo al ritmo impuesto a los avatares de su existencia.”(fragmento)

El texto además nos devela, haciendo comparaciones, de diarios de grandes autores como Víctor Hugo, Kafka, André Gide, Paul Klee, hasta de autores desconocidos (iluminando mi ignorancia) como Ernst Junger, los hermanos Goncourt, Louise de Hompesch, Amiel, Ernest Blum, Gabriel Marcel y un largo etc.

Así, en cada texto hace mención de varios autores y sus obras, muchos desconocidos por mi, incluso los de mi propio país, caso de José Diez Canseco con su novela “Duque”, a la que le atribuye carencia de “dimensiones y profundidad suficientes para aspirar a ser la novela de Lima”, (el texto se titula “Lima, Ciudad sin Novela”, escrito en mayo de 1953, previo a los relatos de Congrains y de Salazar Bondy, resaltando la editora esto a pié de página) pero también reconoce en el mismo autor a “un cuentista de singular maestría en el ambiente costeño que no consigue con esa novela iguales resultados”.
Tras leer esta crónica descubro a José Diez Canseco, autor de “Estampas Mulatas”, “El Mirador de los Ángeles” y “Suzy”, así como también muchos, muchos realmente, autores extranjeros.
Otras sabrosas crónicas son:
“Peruanos en París”, donde detalla y clasifica a los tipos de peruanos con los que te podrías encontrar en esta ciudad en aquel lejano agosto de 1957.
“Flaubert y la presunta peruana”, donde narra, con detalles y basado en cartas a amigos y familiares documentados en libros, sobre Eulalia Foucaud de Lenglade, la supuesta compatriota y efímera amante del gran escritor.
“Las Discusiones”, aquí filosofa en contra de aquel viejo dicho: “de la discusión nace la luz”, por llegar a la conclusión de que aquello es “contentarse con una idea recibida y revela un desconocimiento vergonzoso de la naturaleza humana.”
No menos interesantes son sus textos “Gustav Flaubert y el Bovarismo”; “El Caso Françoise Sagan”; “Ernest Robert Curtius y la Literatura Francesa”; “José María Arguedas o la destrucción de la Arcadia”; “Dos Diaristas Peruanos”; “Chariarse o el vate vagante”; “Los Ríos Profundos”, “Algunas digresiones en torno a El Otoño del Patriarca”, entre otros, donde analiza a estos autores y/o sus obras.
Una joyita.

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